¿Sabe usted qué es una salchichada?
¿No?
Pues yo tampoco.
Llevo años intentando averiguar qué significa esta palabra. Ni en los diccionarios más completos he podido encontrarla. Nada. No hay nada que hacer. «Salchicha… salchichería… salchichero… salchichón…». Ya está. Eso es todo lo que hay en el Diccionario de la Real Academia respecto al tema. Y el María Moliner —famoso por su mayor permisividad a la hora de reflejar la vox populi— tampoco enumera más palabras con la raíz «salchich-».
¿Por qué me obsesiono con esta palabra aparentemente no existente? Pues, muy fácil. Nada más llegar a Madrid, conocí a una pareja muy maja y —sobre todo ella— muy ilustrada. «Ya nos llamaremos».Se despidieron de mí. Y añadieron:
—A ver si algún día nos invitas a una salchichada.
Bueno, reflexionando un poquito sobre la lógica de la lengua de Cervantes y sus a menudo mal empleadas expresiones coloquiales, he llegado a algunas ideas acerca de tan carnívora palabra. Para algo he concursado estudios de Filología Hispánica en la Universität Mannheim y, sobre todo, en la Universidad Complutense de Madrid. En fin, llegué a la conclusión que la salchichada debe de tener que ver con mi procedencia alemana. Es decir, con los tópicos que alguna gente tiene acerca de los centroeuropeos. Ya se sabe cuál es la esencia del hecho diferencial alemán: llevamos pantalones cortos de cuero (¡que asco!), un sombrero de fieltro (holadiladiliö), bebemos mucha cerveza (en jarras grandes y poco fría) y comemos salchichas (se dice brazvur, ¿verdad?). Por lo tanto, la salchichada debe de ser alguna actividad supuestamente popular que tiene que ver con las salchichas. ¿Una barbacoa tal vez?
Con la salchichada tuve que aprender por primera vez que en España hay que convivir con los tópicos y con las calificaciones fáciles. Desconocidos y también conocidos me llaman con toda naturalidad guiri. Hace pocas semanas me tituló así una empleada de Correos. Le abro la puerta de mi oficina y me dice:
—El paquete es para usted. Estoy segura. Como usted es guiri y aquí pone nombre de guiri y el envío viene de fuera… —me explica con cara de Watson.
En vez de apreciar su cadena de deducciones, protesto:
—Soy ciudadano extranjero y no guiri.
La cartera pone cara de no entender nada y me lo explica:
—Es como familiarmente se dice.
Se da la media vuelta y desaparece en el ascensor.
Claro: si uno no sabe valorar este tipo de cariño, es su problema, ¿verdad? Por cierto, lo que mucha gente no sabe es que la palabra guiri no se ha empleado siempre para demoninar a los extranjeros. En el siglo XIX, un guiri era un liberal.
Si se va al origen de la palabra guiri, nosotros los europeos del Pirineo para arriba, no salimos muy mal parados en los calificativos. Peor lo tienen los demás extranjeros que residen en España. ¿Quién no ha oído hablar del negrito o del moro? ¿Un insulto? «¡Que va! Ha sido broma». Ésta es una de las maneras de esquivar la crítica de este descuidado lenguaje, que es todo menos políticamente correcto.
Pero estas maneras de hablar no sólo se emplean para tratar con los de fuera. También dentro de España existen califictativos más o menos ofensivos para sus conciudadanos. ¿Quién no ha oído hablar de los polacos en vez de catalanes? ¿O de maquetos cuando los vascos hablan de los emigrantes que en los años sesenta y setenta tuvieron que dejar su pueblo en Castilla, Andalucía o Extremadura para ganarse la vida en la industria del norte? Los perjuicios son omnipresentes. Como aquel taxista madrileño que, llevándome a Barajas, me preguntó por el destino de mi viaje.
—Voy a Barcelona.
—Pobre… —me contestó, en un tono lastimero, como si se me hubiera muerto alguien.
En Madrid, y también en el resto del Reino gustan las cosas claras. Nada de diferencias. La integración es la asimilación. No hay nada que guste más que un guiri, un negrito o un moro haciendo lo mismo que todos los demás. «¿Cómo le hablas a tu hija?» es una de las preguntas que se me hace de vez en cuando.
—En alemán —contesto.
—¿Y por qué no en castellano?
¿Qué puede ser más propio de uno que la lengua? Por muy bien que domines una segunda, sólo en la tuya, la que mamaste, puedes realmente expresarlo todo… hasta en los momentos más difíciles de tu vida. Por lo tanto, a mí me gusta platicar en la lengua de Goethe… o en lo que en mi tierra, con un fuerte dialecto, se entiende como tal. ¿Con quién mejor que con una hija y paseando por Madrid? Pues mucha gente se da la vuelta y nos observa con cara sorprendida. Debe de ser falta de costumbre de convivir con otras gentes, con lenguas diferentes. Con el otro, en fin. Por cierto, cuando amigos míos vascos o catalanes conversan en las calles de Madrid en su lengua, ocurre lo mismo. Menos mal que esta gente que se da la vuelta por escuchar algo que no entienden no viven en Berlín, París o Londres. Con el porcentaje de inmigrantes que hay en esas ciudades, tendrían graves problemas en las cervicales.
La presión de asimilarse es muy alta y no sólo procede de gente desconocida. También a personas muy cercanas le cuesta aceptar la diferencia. Y, aún más, si después de tantos años —yo llegué en el 1992— uno insiste en mantener sus propios rasgos. «¿Nunca has pensado en pedir la nacionalidad española?» es otra pregunta recurrente. Pues no. Me basta mi pasaporte alemán, que al fin y a cabo es un documento europeo como el español o el francés.
El genial observador Mariano José de Larra descubre la uniformidad en la sociedad española cuando se pregunta: «¿Quién es el público y dónde se encuentra?». Apunta en su cuaderno, paseando por la Puerta de Sol: «El público oye misa, el público coquetea, el público hace visitas, la mayor parte inútiles, […] el público, en consecuencia, pierde el tiempo, y se ocupa de futesas […], el público gusta de comer mal, de beber peor…».
La observación, aun hoy, es muy válida. Poco ha cambiado en los gustos culinarios del madrileño medio, desde la aparición de aquel artículo de Larra. Muchos madrileños siguen yendo a los bares y casas de comida donde —por cada vez más dinero— se sirven menús preparados con aceite malo. Para tragarlo mejor, se acompaña con vino barato que se convierte en potable gracias a la gaseosa.
Es cierto que hoy en día sólo una reducida parte del «público» va a misa. Los domingos han cambiado, pero no la uniformidad del tiempo libre. La mañana está reservada al Rastro o al paseo por el barrio. Con el periódico de cabecera debajo del brazo, suplementos en colorines incluidos, se va de bar en bar. A la hora de comer, hasta el más alternativo coge el coche y va a casa de mamá. Quien viene de fuera aprende pronto que en España la familia es sagrada, no sólo para los que la defienden en su estado más puro, católico y apostólico. Estoy seguro de que también los futuros matrimonios homosexuales van a tener el mismo problema: en qué casa se come el domingo, ¿en la mía o la tuya? Es otra cosa que tiene que aprender un guiri: cuando se habla de «mi casa» no se habla —como uno podría creer— de la propia donde se vive, sino de la de donde se proviene, la de los padres. Y, por supuesto, merece una pelea decidir dónde se va. Es que «como en casa, en ninguna parte», dicen los españoles, mientras alaban la paella o el cocido de su mamá.
Después de la tarde familiar de domingo, uno llega a casa —esta vez, a la real, donde vive—, aun con varios kilogramos de papel del periódico debajo del brazo. Pero aunque se vendan millones de ejemplares cada domingo, se lee poco. El colorín, como mucho, puede aspirar a ser transportado durante toda la semana en el metro.
Uno de los mejores lugares para estudiar los hábitos de lectura periódica es el Puente Aéreo Madrid–Barcelona. Todos los trajeados, los viajeros entran con su maletín, su ordenador y dos periódicos. El de cabecera, mayoritariamente El País —el resto trae el ABC— y, además, uno deportivo, que varía dependiendo del club de los amores de cada cual. Toman asiento y empiezan a leer… el periódico deportivo. El otro, el generalista, desaparece en el maletín. Es al aterrizar el avión cuando reaparece. Entonces, esconden el diario deportivo entre sus papeles de trabajo y sacan el otro diario. Con su ejemplar de El País o ABC bajo el brazo, ponen cara de importante y salen disparados en busca de un taxi.
Este comportamiento no es de extrañar. Los periódicos deportivos son los que más se leen en España. La información política es más bien cosa de la radio. Horas y horas de tertulias informan y, sobre todo, forman la conciencia política… una conciencia uniforme, por supuesto. Como en los diarios, también aquí hay dos opciones: la radio «progre» y la radio «facha». Expertos autoproclamados explican lo que hay que pensar. Reinan los tópicos, y mucho. La expresión «súbditos teutones» refiriéndose a los alemanes sólo es un ejemplo. La de los «tanques judíos», haciendo responsable de la política de Israel a toda un religión, otro.
Escuchen lo que escuchen, el resultado es el mismo. Hablando de política, mucha gente repite palabra por palabra los argumentos de su tertuliano predilecto. El poder que tienen estas máquinas de opinión es tremendo. Y, encima, es todo un negocio. La radio y también el periódico de cabecera te vende cualquier libro de la editorial de su mismo grupo. Consiguen que vayas a su tienda, promocionan la película en la que ellos han invertido… Lo que no es suyo no existe. Si no sigues estas «informaciones», no formas parte del estilo de vida uniformado. Inmediatamente, eres un extraño.
Pero el tema preferido de la mayoría de los hombres españoles no es la política, sino el fútbol, el coche o las mujeres. Ocurre que hablar de política —si no estás entre amigos—es tanto como correr el peligro de escenificar una vez más la eterna pelea entre las dos Españas. Por cierto: estos debates estériles, tantos años después de la Guerra Civil y con treinta años de democracia a la espalda, están otra vez de moda, sobre todo, desde el cambio inesperado de Gobierno. Todo esto es complicado para mí. Futbolero no soy, coche no tengo y machista intento ser lo menos posible. (No siempre con éxito, debo confesar).
Cuando de consumo y de ocio se trata, da igual si uno viene de la izquierda o de la derecha. Hacer lo que hacen todos da seguridad. Ésta es una de las recetas del éxito de una conocida empresa de centros comerciales. La gente se pone, come o elige como destino de viaje lo que ellos proponen. Así, por lo menos, sabemos que estamos en el camino correcto, en lo que «se lleva». La cadena en cuestión llega al extremo de anunciarnos el final del invierno: «Ya es primavera… en el …. ».
Son muy eficaces creando modas y maneras de vivir. Cuando llegué a España, en Madrid y en otras grandes urbes del país, era de muy mal gusto que un hombre adulto vistiera pantalones cortos y sandalias. Hasta aquel verano en que el buen tiempo llegó a dichos grandes almacenes, justamente, con pantalones cortos y chanclas para hombres. Los mismos que hasta entonces miraban mal a los guiris por la falta de rigor en la vestimenta empezaron de repente a salir con ropa estival para ir a todas partes. Aquí no vale ni ser «progre» o «facha». La moda es omnipotente, la ideología no protege contra ella. «Contra la guerra» o «En defensa de la familia tradicional», me cuesta detectar diferencias estéticas.
Tal vez la uniformidad española se remonta a los tiempos de la dictadura. No destacar era lo mejor para vivir tranquilo. «Spain is different» rezaba entonces el eslogan de la información turística. Y muchos españoles están convencido que eso aún es así. Peor: «Como en España, en ninguna parte», es el lema que la gran mayoría firmaría sin pensárselo dos veces. La cocina española es la mejor, las playas son las más bellas, en ningún sitio se vive tan barato como aquí… Y como mucha gente no viaja al exterior, tampoco tienen manera de contrastar sus tópicos.
El equivalente a «mi casa» de los domingos es «mi pueblo» en las vacaciones. Se trata de un lugar donde, con suerte, aún queda un abuelo. Pobre de aquel cuyos padres y abuelos ya nacieron en una gran ciudad. No le queda otra cosa que alquilar una casa en la playa o la sierra. La frase «No me gusta viajar» se oye mucho. Nadie reconoce que le faltan los recursos económicos para desplazarse al extranjero o que, simplemente, no se atreve por ignorar lenguas extranjeras. Por eso los que salen del país, mayoritariamente, eligen el mundo hispano como destino. El idioma tira.
Lo que más sorprende: el desconocimiento de otras lenguas se ostenta con un extraño orgullo. Parece lo normal y lo deseable. Así, hasta los que hablan inglés parecen encontrar cierto gusto en pronunciar mal las palabras, para no destacar demasiado. Como oyente de Radio 3 (la mejor cadena de música en Europa), sufro esta costumbre. Muchas veces he tenido que renunciar a comprar un disco presentado en esa cadena de radio, precisamente, por esta manía. La mayoría de los locutores pronuncian los nombres de los grupos ingleses y americanos tan a la española que no hay manera de apuntar la referencia del disco correctamente. Luego, vas a la tienda de disco y lo repites como lo has oído, y no da resultado. «Hijo, los de la radio hablan inglés de Vallecas», me dijo una vez una vendedora, riéndose de mi incapacidad y no de la del locutor.
Por supuesto, un corresponsal no siempre permanece como observador del país donde le ha tocado vivir. Hay momentos en los que a uno le gustaría ser uno más. Un día, en uno de estos momentos de cariño hacia esta ciudad, en la que ya tantos años de mi vida he pasado y donde me he casado, me declaré madrileño. Fue en un taxi. (Ya sé que diversos libros de estilo dicen que un taxista no puede ser fuente para un periodista, ¿pero quién mejor que un taxista para saber cómo piensan los sectores más tradicionales de la población?)
—¿Usted de dónde es? —dijo aquel chófer mal aseado, interrumpiendo mis reflexiones.
—Pues soy de Alemania. Pero ya llevo tantos años aquí, en Madrid, que ya soy prácticamente madrileño —le contesté.
—¿Pero usted tiene la nacionalidad española?
—No, pero uno se puede sentir de una ciudad sin ser un nacional del país donde se encuentra.
—¡Pues no! —exclamó—. ¡Si uno no es español no es ni madrileño ni asturiano ni leches!
Toma ya. No es nada fácil eso de la identidad. Por supuesto, nosotros, los corresponsales, tampoco estamos libres de culpa. También a nosotros nos gustan los tópicos, las cosas fáciles. Nos encanta hacer referencia a estadísticas para mostrar a nuestros lectores como son los españoles, en general. Para lograr este objetivo, echamos mano de todo tipo de encuestas: los españoles tienen menos sexo que los alemanes, los hombres en el norte somos menos machistas que los de sur, nuestros hijos espabilan antes… Muchos periódicos nos ceden una columna semanal donde podemos publicar este tipo de impresiones sociales, que muchas veces sirven para sentirnos mejor dentro de nuestros propios defectos… Pero eso hoy no toca.
¡Ah!, antes de terminar, ustedes seguramente se preguntarán ¿qué ha pasado con aquellos conocidos que me quisieron animar a preparar una salchichada. Pues no sé nada de ellos. Como ya he contado al principio de este texto, se despidieron de mi con la frase: «Ya nos llamaremos». Hasta hoy estoy esperando la llamada. Pero eso sería tema para otro artículo.
© 2010 Reiner Wandler